Diario de Occidente

Qué importa que la vida perezca si se salva la verdad

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Rodaje de Occidente
22 Mar 0 Comment

Comentario crítico de «Occidente», por Javier Peñas Navarro.

  • Time8:22 pm
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El poeta Javier Peñas Navarro (que cuenta entre otros con el Premio Adonáis de Poesía de 1986) nos ha hecho llegar a raíz del visionado de «Occidente» el siguiente texto. Lo publicamos para todos aquellos que queráis leerlo. No cabe añadir más ante la expresividad y contundencia del mismo. Gracias Javier por compartirlo con nosotros.

 

No nos confundamos: las imágenes de las complejas instalaciones petroquímicas no significan únicamente el horror ante la contaminación ambiental y el paulatino deterioro de la tierra. Ese cosmos lumínico de torres, tuberías, depósitos y lenguas de fuego es solo la carcasa de un mal mayor y harto más profundo. Su imagen panorámica podría incluso admitir la contemplación benevolente, un no uniforme friso casi estelar pero, con todo, un conjunto de cierto atractivo. A la verdad, tal paisaje resulta la fachada de una ciudad supuestamente avanzada que se arroga con potencia colosal el desvanecimiento del rumor del mar y que desde tiempos inmemoriales consume los copiosos detritus que su firmamento genera. Occidente consiste, mucho más que en coincidir con los múltiples avisadores del cambio climático, en algo que concierne velis nolis al tuétano moral y espiritual del hombre del siglo XXI y que se propone planteando la dialéctica materia/memoria: o “vivimos como perros” (Picasso) o libremente exploramos con ojos de asombro el ser que se nos ha dado, su tradición y su origen.

Quienes disparan hacia esa ciudad lo hacen convencidos de que de sus túmulos cenizosos no surgirá ave fénix porque su insoportable olor invita a la huida. No, no hay solo daño físico en el lugar llamado Occidente: hay la organizada desgracia interior secular que se amontona para blindaje a machamartillo del olvido. Filmo como quien dispara a fin de atrapar aquello que a los toscos ingenios de poder psicópata interesa que se dé por inexistente; filmo como si ejerciera de camillero de innumerables heridos; filmo, claro, las fosas con su aureola de orgullo y gallardetes; empuño la cámara en actitud agónica aunque además pueda con los dedos hacer unos trazos en la tierra, como una conjura; blando la cámara con tal de dar cobijo siquiera provisional al que filma la indolente tragadera colectiva de residuos lucientes y para tratar de ofrecer una modesta sesión de recuerdo a quienes no están exentos de hambre ni de piedra donde reposar la cabeza. El verdadero artista, además de vivir al margen, vive de él, se nutre de su intemperie despiadada; acuciado por preguntas cruciales, se ve movido a emprender el retorno al principio, a la caverna sin espejismos o catacumba: hallará ahí la imagen primigenia, la palabra auroral, la vida del cazador con sus dificultades mas sin la opresora mentira feliz del talismán-progreso en boca despótica de rictus suficiente. El artista invendible contempla el mundo en las antípodas del pasmado, del sumiso, del que claudica; se reconocerá a sí mismo en los acontecimientos más solemnes consciente de que la vida continúa; disparará su instantánea contra capataces encargados de apuntalar escombro dando a los inadaptados de bruces con el relato consigna junto al filo de un revólver.

Occidente o caducidad, su mundo en finiquito no da el brazo a torcer y se defiende contra la verdad plasmada a base de disparos reales (no hay muerte, hay muertos; muertos cuyo nombre es ocultado: el olvido es también un lúgubre lugar común) y se impone con paredes que son muros, con un sentido pragmático tan inclusivo que los perros ya no sirven para nada, con frialdad financiera y usura espiritual milenaria instiladas en el diseño genético de todos los habitantes independientemente del grado de inclemencia que experimente cada cual. En Occidente no existen  sonrisa, hospitalidad, caricia, sentido del humor, comprensión, calidez, haz y envés, templo, intimidad, esperanza, juego, conceptos que pertenecieron a un pasado remoto sobre los que a  la plana ejecutiva —en la ciudad corrompida la gente vive en indoloro consenso la inercia de estar suscrita a una forma— conviene seguir echando amasijos de escoria con tal de evitar que nadie actúe de una manera extraña. Cualquier rescatador de conciencia será condenado al cadalso del ostracismo, modalidad de tortura que, con dolor físico o sin él, opera basada en la humillación porque hoy día, ¿quién está libre de ella?

Rodaje Occidente, Francesc Garrido.

Rodaje de Occidente, Francesc Garrido.

Occidente es una película sobre la usura administrada directamente al alma, con minuciosidad cirujana, de la cuna a la tumba. El niño indoctrinado no reconoce nada más sagrado que las petroleras; el niño teme acaso represalias por parte de su padre, es decir, un padre que representa no el espejo limpio donde mirarse sino un letrero con los versos de Kipling “nuestros padres mintieron, eso es todo” debido al encadenamiento generacional de la mentira (imposible abstenerse de lo inmoral) que crea la sepultura, el vivir sepultados. Por ello, el pasado se representa como montones de muertos y relámpagos de suicidio infantil (Rossellini, Bresson); y el futuro, como un poblado o arrabal arrasado por un tsunami, fruto del pensamiento único de la voluntad democrática previamente domeñada bajo control orwelliano o de un sistema igualmente alienador fundado en vectores financieros. Occidente es un filme sobre el esclavismo del hombre contemporáneo, sobre la constante añoranza del origen y la decisión firme de personarse en ese mundo perdido cuyas imágenes han de ser reconquistadas para recobrar la identidad. Sus personajes disidentes, cada vez más escasos a cuenta de la alta peligrosidad inseparable de su acarreo, se han dado cuenta de que carecen de nombre y bregan por encontrar cuanto les ha sido robado a lo largo de siglos con tal de reconstituirse como seres con alma. El hombre sin pasado (Aki Kaurismäki) es nadie. Solo desde el desprecio de infame superioridad cuadra gélida la frase ni siquiera tienes un nombre apropiado. Por eso el que disiente concibe claro que en el regreso al origen radica su progreso. Desmontar el catafalco de la vida de alma atenazada por sistémicos anales de oficio supone el repudio de lo innecesario —que es ingente— e ir recuperando las imágenes sustraídas, necesarias, vitales. Luego, superado el no recuerdo nada de lo que habla, queda el camino de aprender la maravilla del amor, la grandeza de la descendencia, la libertad creadora y su gozo, la compañía sin tiranía, el placer de la palabra, lo divertido y la compasión, o sea, cuanto fue vedado en el circuito esclavista cuya primera norma era que ningún medio ha de retroceder ante sus fines. El hombre sin pasado debe echar a andar por los raíles destrozados de su historia ampliamente tergiversada o anulada. Por supuesto que el pasado tiene un sentido, hay que crearlo, es decir, reconstruirlo, para lo cual es indispensable esquivar cualquier tipo de censura aunque sea invocada por el staff cínico como cuestión de honor con objeto de intentar mantener a raya al díscolo indomado.

Por muchos cerrojos que lo aprisionen o difuminaciones que hayan querido cancelarlo, el artista veraz fundamenta su vida en que sí es posible reconocer el pasado si se lo echa de menos, de la misma manera que se puede añorar al padre o a la madre biológicos aunque no se los haya conocido (Secretos y mentiras, Mike Leigh). Para el impecable revisor de almas o educado inquisidor posmoderno, el presente tiene su propia regla; en cambio la persona sensible valora que el pasado no carece de lógica. La mano que fijaba las imágenes, la mano que recreaba el mundo primigenio, la que disparaba sus flashes de amor sobre las cosas y sostenía la cámara por mirar el mundo con ojos sin trampa, esa mano un día en Occidente empezó a cansarse.

Occidente u ocaso transcurre en la noche, en penumbras y a menudo con algunas nieblas, por unas vías férreas sin sentido (¿dónde estamos?), en laderas inhóspitas de montes o en descampados mientras nos decimos a nosotros mismos que las manos, esas manos jóvenes occidentales viejas de puro fatigadas, nunca debieron dejar su oficio de “interjecciones del día” (Dámaso Alonso), menester para el que fueron creadas. Por eso en Occidente amanece brevemente cuando surte el destello de un bello rostro de mujer (¿cómo debió de ser la imagen primera?), cuando nos llega el resplandor del misterio en una Adoración de los Magos o escuchamos el escalofrío de un coral de Bach como un oasis. Las preguntas apenas respondidas acerca de cuadros de Giotto, Hals, Renoir… corroboran que Acebo ha compuesto un poema fílmico inquietante pero sugestivo, con un tragaluz a la esperanza (alguna concomitancia hay con el drama de Buero), donde belleza y verdad se buscan entre sí pues se intuyen indisociables.

Rodaje de Occidente. Disparando a cámara.

Rodaje de Occidente. Disparando a cámara.

Occidente consiste en un lugar que abarca bastante más que Europa y cuyo centro neurálgico es el miedo. Como estrategia, este es el argumento primordial de su universo cobarde. Las aseguradoras de felicidad y otras bridas dinerarias y políticas lo son de condena a perpetuidad al silencio. Fray Luis de León contempló el cielo estrellado con los mismos ojos emocionados que el poeta del Salmo 8; el hombre occidental por contra observa engañado la luminaria de la ciudad industrial en estado muriente porque ha crecido con un hierro de óxido inserto en su médula ósea y el desangrado rojizo que segrega contamina la naturaleza toda, incluido su mirar inyectado. En Occidente el hombre se estrella cautivo contra la noche del aparato. Las hechuras del miedo se abrazan en una mecánica eficaz de múltiples resortes y funcionan con el automatismo alegre de los paraísos fiscales, de los cadáveres dejados al albur de las aves, de los genocidios laureados con Juegos Olímpicos, de leyes degeneradas a las que causa gran temor no obedecer porque la mayoría democrática las acepta, acoge y aun asimila. No es de extrañar, por ello, que las lenguas de fuego divisables en la noche de la ciudad química algún día devengan en una única estrella destructora (Apocalipsis 8, 11) y que el terrenal infierno de probeta y absenta que más o menos indulgentemente  vivimos, o  presenciamos  con gafas tridimensionales, se convierta en un formidable caudal aniquilador y no en un simple pebetero estival encendido de alegría deportiva y bastante atea. Por consiguiente, siempre al creador libre le agradeceremos su  don activo de viaje arriscado en la búsqueda entre  los retales de la inmensa chatarrería de la pseudohistoria: imágenes y palabras prístinas como rayos de luz que nos alcanzan hirientes y nos disponen a sangrar por lo que nos pertenece e importa en vez de a supurar herrumbre de falsificación consecutiva.

A Occidente o decadencia habrá quizá quien la califique como película de corte futurista, cuando en realidad muestra en considerable medida una praxis mundial vigente en la que los cinco o seis grandes poderes ocultan paquebotes  de podredumbre; denuncia además una época —la nuestra— en la que los cambios severos de mentalidad del conjunto social justo en asuntos de naturaleza e identidad se idean y vitorean con fervor perseverante y se calculan como obras de ingeniería, un tiempo en que el creador no cobista subsiste marginalmente, vive casi como si no existiera y prefiere morir a los afectos del mundo por si algún día su obra durare.

En esta era lóbrega y siniestra en que, a cualquier hora y a la vista de cualquiera, mediática e internáuticamente se desvencija a los niños —acúdase al índice de consultas de psiquiatría infantil del último medio siglo— y en la que la atroz ignorancia de negarse de plano a ser lo que se es entraña una trágica iniquidad de consecuencias impredecibles, el estreno de una cinta como Occidente deja entrever aun en su latido crepuscular una muy buena noticia: Ahora ya recuerdo. A “¡Las doce en el reloj!” (Jorge Guillén) no se llega por arte de birlibirloque; a todo mediodía se arriba —estirpe de Tarkovski— ceñido desde la norma “el pecado es lo superfluo”.

Javier Peñas Navarro, 9 de diciembre de 2019

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